martes, 17 de mayo de 2011

Nomanclátor Poesía: Golpearse los labios y el aliento con un mediodía

Ella sintió que un vidrio fuliginoso y trisado
las separaba e impedía que sus manos se tocasen.
Ella quería entrar en ese vacío, en esa longitud
y abrazarla una vez más, pronunciarla de nuevo.
Pero ambas estaban del lado de afuera.
Cuando su madre murió, Emma tenía diez años.
Fue como la duración de un grito, como la proclama
de la creación de un nuevo silencio.
Dos días después del fallecimiento, ella escapó del colegio y,
tiranizada por el llanto, se dirigió al cementerio.
En sus pupilas ya lo había perdido todo.
Una vez frente a la tumba de su madre,
desatendiendo la tierra recientemente removida
y al pájaro que piaba como la impureza,
extrajo de su bolso un marcador negro
y a la foto que se encontraba en la lápida,
foto en que su madre aparecía demasiado blanca,
demasiado gritada por figuraciones de ceniza,
le pintó gruesos bigotes rizados.
Jamás contó a nadie que había sido ella.
Y mucho menos a Juan Cruz, claro.



Quién velará por ese fuego valeroso
que enciende tu nombre en círculos.
Quién deslizará sobre tu piel maneras cercanas
y sabores convencidos.
Caminando por la calle, tomados de la mano,
creciendo entre las visibles formas de la convicción,
sabemos que pertenecemos a un rumbo de suavidad,
de tarde trasudando duraznos, de canción resistible.
Siempre nos amamos bajo la lluvia,
detrás de cada registro del invierno,
mirándonos desde el convencimiento y la sombra,
sonriendo ante los embates de la proximidad y el reintegro.
Y así el horizonte puede cortarnos
en cualquier trazo de asfalto de la ciudad,
con su ígnea estructura,
perdidos entre nuestras maniobras de deseo,
adiestrados en piel mutua, consideraciones de lo cálido
y sangre nuestra.
Y una palabra basta para consumar nuestros impulsos,
para traicionar la indiferencia.
Quién velará entonces por nuestra predilección por lo corpóreo,
por la sudoración unificada,
por el fuego diverso de lo compartido.
Siempre apelo a tu belleza.
Me santiguo ante su pluralidad, ante sus días y decretos.
Siempre me desvisto ante tus ojos cerrados.
Adivinándome te sé plena de sentido.
Buscamos en cada mención del otoño
un símbolo de conspiración que designe acompañamiento,
con una omisión triste,
resueltos a un aroma conceptual, con polen.
En tu abrazo se copian mis quietudes, mi permanencia.
Entonces quién decidirá nuestras conquistas,
las brasas que nos visten, nuestro amor consecuente.
Sabremos quién va a solicitar una prórroga del fuego,
del invierno como beso, de lo que nos dependemos.
Y las heridas son frutas maduras.
Sabremos que la muerte es un vínculo vuelto de espaldas,
que la cercanía implica una duda,
que mientras dormís soy quien camina descalzo cerca de tus labios.
A la sombra de un faro me evidenciaste
tu piel razonada de soltura y de cobre.
Convinimos cortezas en tus pupilas,
cascadas terrestres en tus cabellos.
Y la arena instó en la intimidad su elemento.
Así fue que el mar fumigó nuestro cansancio
y su premisa innovó en nuestras maneras.
Me he detenido desde entonces en esa brisa salada, en ese margen.
Creo que de allí no nos iremos nunca.


La noche respetaba todas las pasiones de Juan Cruz y Emma.
Les infundía compromisos, los manipulaba en turnos suaves y contraindicaciones.
Solían mirarse demasiado a los ojos a esa hora dudosa.
Podían pasar horas haciéndolo, en silencio, sin interrupciones,
olvidados en la decadencia de las intenciones y los impedimentos.
Pero esa madrugada lo habían hecho durante más tiempo que lo corriente,
quizá con intensión de extraviarse con mayor profundidad
y expiación en la tierra o el follaje.
Estaban sentados en la cama destendida,
con las piernas cruzadas, el uno frente a la otra,
tomados de la mano con los dedos entrelazados.
No ignoraban los feroces instintos, el corolario de la apariencia.
Alquilaban una pequeña habitación sobre la calle Corrientes.
Desde allí intuían la ciudad como un poema,
extendida como una pauta gris, sin precauciones, sin coherencia.
Luego encendieron sendos cigarrillos y ella comenzó a cantar.
Lo hacía realmente muy bien. Se emancipaba en la conveniencia de un registro,
en las melopeas contrapuestas al día.
Juan Cruz apagó la luz.
Las luminarias de mercurio ingresaron sus cutículas por la ventana
encendiendo el rostro de Emma de manera inacabada y fría.
Estaba hermosa.
Seguía cantando y fumando,
continuaba regresando a esa libertad que la caracterizaba,
a esa infancia cercana e insistente
que no pasaba desapercibida ni por un instante.
Empezó a desnudarse.
Pasaban mucho tiempo desnudos, sobre todo de madrugada.
Hacían mucho el amor, se anegaban de esa sonoridad
de los cuerpos en trato cercano, de esa congruencia,
del natalicio de un compendio de sudores, de cada humillación y cada regreso.
Ella regresó a la cama y comenzó a besarle las rodillas.
Después se hicieron cosquillas. Rieron y rodaron hasta caerse de la cama.
Comenzaron a hacer el amor y la risa se fue trasmutando en un jadeo intenso.
Ella lloró. Él le acarició el pelo.
Le mostró la ventana; la luna se discernía
como un pétalo de cera, como una hojuela de masilla.
No tenían precauciones para con sus duelos.
Ambos lloraron entonces, porque también lloraban mucho. No sólo de madrugada.
Emma se limpió las lágrimas en el brazo de él.
Recostó su cabeza contra su pecho.
La luz que entraba comenzó a cambiar su fisonomía por una más morada; amanecía.
Juan Cruz lamió los restos de las lágrimas que refrescaban su antebrazo
y percibió la sal, la credulidad y el desatino.
Se quedó dormido.
Ella comenzó a apretarse la lengua con los dedos,
cosa que siempre hacía cuando la captaba la melancolía.
Desde la calle se iban multiplicando los ruidos
pues la ciudad comenzaba a activarse.
Eran sonidos poco invasivos, como sus conceptos de las privaciones.
Emma sabía que llegaba la hora de dormir para ellos,
que debía comenzar a involucrarse una vez más
con los sueños afligidos que se sucedían día tras día,
donde convergían seres que ya no estaban,
una tumba y cierta luz en retirada.
Sabía que él, como siempre, estaba inmerso en una pesadilla,
su respiración se lo advertía,
en un sueño gris que le contaba minuciosamente al despertar,
sueños en los que ella no estaba;
deseaba poder asistir a esos lapsos de sombra y consternación,
tomarlo de la mano y juntos evadirse,
nadando mar adentro en busca de una muerte fresca y translúcida
que le hacía tanto bien en su propio sueño.
Entonces por qué evitar el signo del cansancio
que distrae su perversión con lamentos que se vienen arrastrando.
Por qué posponer el sueño, la risa.
Por qué no dejarse ir entre las sutiles distancias
que implica lo onírico, por qué no volver a esa región
que tantas veces contagiaba la vigilia.
Se apretó la lengua con más firmeza y se tiró un poco del pelo.
No voy a gritar, se dijo. Besó a Juan Cruz con suavidad en los labios
y frotó su mejilla contra la de él. Entonces comenzó a oler a flores.
A veces le sucedía.
Podía ocurrir en cualquier parte, cuando menos lo esperaba.
-Lúdico procedimiento, arma del fluir-.
Un poderoso olor a flores le llegaba con tanta nitidez
como si tuviese un ramo frente a la nariz.
Fresias, quizá. No lo sabía.
Duraba una media hora y se retiraba de manera gradual. Sonrió.
Juan Cruz se despertó sobresaltado.
La materia del sueño lo decidía desde antes.
Se sentaron nuevamente en la cama, el uno frente a la otra.
Se tomaron de las manos con los dedos entrelazados.
Volvieron a mirarse de nuevo durante un tiempo enorme,
sin interrupciones, con suma concentración, llenos de apostasías,
porque con ese signo lograban que todo sea suyo, amablemente:
la muerte, el dolor, las consecuencias.
Así eran propietarios de la hondura.


Sí, Juan, dijo Emma. Luego del funeral de mi mi hermana
uno de los sepultureros me convidó a escuchar jazz y beber vino.
Rehusé la invitación: le dije que eso es un monumental lugar común.


A Emma le gustaba ver, todas las tardes, la puesta del sol,
con la lluvia entre la lengua, con una canción
fuera del vestido húmedo, con la brisa.
Juan Cruz prefería, a esa hora, concurrir al bar
de la esquina y ponerse a leer algún libro.
Emma, para ello, se dirigía a la terraza ajada de la casa
de departamentos donde vivían y, paulatinamente,
como los fieles asisten a misa, asistía a aquellos
incendios que abrasaban el horizonte.
Él, bajando la vista del libro,
sabía que en esos momentos los ojos de ella
estarían reflejando llamas, arabescos de sangre ardida
que daban paso a la noche, y leía:
"Para qué tocarla ahora, para qué entristecerla".
Emma recordaba que cuando era pequeña, el crepúsculo la aterraba.
Entonces, cuando sobrevenía este recuerdo,
escapaba de la terraza y de esa deflagración,
bajando los escalones de dos en dos,
deshojándose a destiempo,
corriendo hasta encontrarse con Juan Cruz en el bar,
y se sentía mejor.
Le contaba las características del ocaso de ese día,
de manera minuciosa, precisando colores, estructura, analogías.
El le leía: "donde no esté atajando la angustia, la muerte, el invierno,
con sus ojos abiertos entre el rocío".


Entre el erotismo y nuestra historia, elegimos el grito.
Tengo miedo, Juan Cruz.
Tengo miedo de tus besos y tus respuestas.
Miedo de los versos que algún día vas a escribir sobre mí.
Y mientras tanto huyo de todos porque huyo de mí.
Me llamas por tu nombre y respondo.
Soy la desventaja de tu canto, de tu agresión.
La convicción de tu aspereza.
Allí donde hay vacío, hay una ceremonia
que podrá ser la respuesta a todas las cosas.
Me gusta que me cuentes de tus miedos
y yo hago fuerza, realizo una gimnasia mental
para temerle a esos mismos sucesos que me compartes.
Para que seamos una misma epidemia.



-¿Segura que me va a resultar inestimable? -consultó Juan Cruz.
-Te conozco -dijo Emma-. Va a generarte uno de tus regocijos lacrimosos:
vas a poder coleccionar el momento, recaudarlo con llamas.
Hacía tres horas que viajaban. El quería volver a los ojos de ella y empezar de nuevo.
Tomaron el tren temprano, de manera que no habían dormido.
Tenían un poco de frío, cierta dicción trabajosa, cualquier conicidencia.
Había muy poca gente en el vagón.
La mañana mandaba una luz tan clara que les resultaba corrupta.
Ella iba recostada sobre su hombro, del lado de la ventanilla.
Por dentro cantaba el tango campero "Yo no soy Rosendo Alsina".
La sucesión de sembradíos le causaba cierta añoranza irónica,
producto de recuperar determinados momentos de infancia.
Tomó la mano de Juan Cruz y comenzó a chuparle el dedo índice.
No lo hacía con intención sexual;
solía realizar este acto cuando se encontraba ansiosa, pues la apaciguaba.
-¿La sucesión de sembradíos te causa cierta añoranza irónica? -le preguntó Juan Cruz.
-Sí. ¿A vos?
La mecedura que prodigaba el tren resultaba soporífera
en conformidad con esa luz, con ese desvelo.
-A mí me recuerda a tus ojos.
-Se parece un poco a cuando tenemos sexo.
-Es verdad.
-¿Corremos por el tren? -preguntó ella.
-Por supuesto.
Él comenzó a trotar por el pasillo, seguido por ella.
Fueron trasponiendo vagones, agitados, riendo.
Resultaba desprolijo el avance, pues el tren se zarandeaba bastante.
Cuando llegaron al final de la formación, se abrazaron y se besaron.
Se sentaron en el piso, apoyados contra la pared de atrás del último vagón.
Seguían riéndose, todavía sin aliento.
Afuera circulaban altos pastizales color ocre.
-Quiero tocar el pasto -dijo Emma.
Con ayuda de Juan Cruz, sacó medio cuerpo por la ventanilla.
Él la sostenía por las piernas.
Estiró un brazo y sintió la caricia tosca de la pastura.
Era una caricia severa, que mandaba olor vegetal.
Cerró los ojos y percibió con firmeza
que el viento le hurgaba en la cara, el cuello y se extraviaba por sus pechos.
Lo consideró un ultraje satisfactorio, silvestre.
Cuando él la devolvió dentro del vagón, ella se agachó y le besó una rodilla.
Desandaron el camino y retornaron a sus asientos.
-Ya alcanzamos las cuatro horas de viaje -dijo ella.
-¿Me limpiás los dientes? -consultó él.
Emma se sentó sobre sus piernas.
Colocó la boca sobre la suya, y de manera prolija,
comenzó a pasarle la lengua por cada uno de los dientes.
Se tomaba bastante tiempo al trabajar cada pieza dentaria,
con movimientos circulares dotados de estabilidad acolchada, húmeda.
Él cerró los ojos y la dejó hacer, abandonándose con placer a la tarea.
Los movimientos ondeaban su regocijo, detonaban un fogaje esperable.
En ese trance, el tren comenzó a detener su marcha.
Llevaban más de seis horas de viaje.
-Mirá, esta es nuestra parada -dijo Emma.
Bajaron. La estación era pequeña y descuidada.
Emergieron del andén y tomaron un camino de tierra.
Avanzaron luego por una explanada tapizada de pasto
y ascendieron por una cuesta.
Cuando llegaron arriba vieron un cementerio con tres tumbas.
Estaba circundado por una verja baja
y las tres lápidas estaban densamente talladas.
Eran hermosas. Resultaban, de una manera barroca,
de pleno fuera de lugar en aquel ámbito rural.
Más allá del breve cementerio, se extendía un intenso campo de flores.
Un pájaro trinaba muy cerca de ellos.
Miraron el paisaje durante alrededor de diez minutos, sin hablar.
-Bellísimo -dijo Emma-. Ahora volvamos. La estación de ómnibus
está por acá cerca y nos aguarda un largo viaje.
Juan Cruz cerró los ojos y sonrió. Inspiró profundamente.
Se agachó y besó el suelo.
Después la tomó de la mano y emprendieron el regreso a casa.


Perdón. No puedo apartar mis ojos de tu frente.
No puedo apartar mis venas.
Mucho menos estas manos que rodean tu garganta.
Amarme es gritar. Amarme es oponérseme, le gritó Emma.


Emma Monelle: Me refiero
a llenarte el pelo de invierno,
para que el gris sea lacio
y el frío te caiga sobre los hombros
y yo pueda acariciarlo.
Hoy el mediodía es tu muslo
reptando por mi cuello.
Hago cumbre entre tus piernas.


Cada alrededor de dos semanas, Juan Cruz compraba una gran cantidad de flores.
Se las hacía enviar a su habitación
y junto a Emma completaban con las mismas todo el ámbito.
Entonces se revolcaban sobre ellas en el piso tapizado por las mismas,
desnudos, para potenciar el contacto de la humedad y el aroma vegetal.
Se llenaban también con flores las bocas y así se besaban,
intercambiando sabores verdes y mucha densidad en las salivas amargas.
Disfrutaban de hablarse con la boca llena de flores.
Las masticaban formando un considerable bolo
que les completaba la cavidad oral,
y se dirigían sendos discursos, pervertidos aun más por la acción de la risa.
Decían que se trataba de un nuevo idioma,
idioma primaveral y redundante, donde la palabra muerte
sonaba idiota y por eso menos accesible.
Ella disfrutaba de introducirse sendos tallos de flores en cada fosa nasal
y hacerse cosquillas hasta estornudar.
Él ofrecía flores machucadas a cada anciana que veía pasar por la ventana.
Así pasaban algunos días, y ellos seguían arrojados sobre la cama
tapizada de flores que ya comenzaban a pudrirse.
El aroma en la habitación empezaba a ganar peso,
a tornarse voluptuoso y a veces los hacía sentir descompuestos
y sobre todo vivos.


Emma Monelle, aún recuerdo el día en que nos desconocimos.
El río invirtió su curso y tu espalda se tornó en una sustitución y una semilla.
Mi cuello cercenó una espada. La noche seguió siendo un agravio.
El orden riguroso e ineluctable de tu descontrol.
Nuesto presente no es nuestro presente:
es el pasado de cierta región, de cierta conducta.
Nunca leíste un libro directamente. Siempre los leíste reflejados en algún espejo.


Cada tanto se exponían a la noche.
Subían a la terraza y se desnudaban
(a veces se quitaban la ropa en la intimidad de la vía pública)
y suministraban sus cuerpos y correlaciones al cielo poco estrellado,
reescrito en sus oficios insomnes,
en sus retiros y escasas abstinencias.
Y el frío o el calor los conducían al desorden de sus culpas
que querían evidenciar ante la sombra,
como un rito o una espera que no debía volverse intuitiva,
como los besos o la elocuencia.
Y así, tomados de la mano miraban hacia arriba,
hacia lo más bajo de la altura,
y sabían que sus buenas acciones
serían perdonadas por la oscuridad, por la redundancia.
Y en medio de esa cifra se enamoraban más,
se hablaban cada vez más infantilmente,
renunciando a renunciar,
deseando hablar desde el otro,
a través de un grito susurrado y monótono hasta lo diverso.
Porque ese altar de penumbra identificaba
lo que no eran para empezar a ser,
y se pertenecían en esa instancia y en esa denuncia.
El amor era su inclinación más inaugural,
pues con cada mirada originaban un paso.
Tendían puentes donde no hacía falta.
Luego se contaban los reflejos
que las luces perdidas de la calle
les depositaban en el cuerpo,
en una memoria audaz y poco mezquina.
Siempre se reían. De manera compulsiva.
En eso radicaba la diferencia con cualquier fogata,
con ciertas urgencias pacientes.


Ella se me acercó a mí, dijo Juan Cruz a un chico,
que lo miraba con pasivo gesto de sorpresa.
Era un niño de la calle, astroso, y Juan Cruz le hablaba.
Ella se me acercó a mí, le dijo.
Me preguntó si yo sabía por qué se me había acercado.
Yo le dije que no sabía y me respondió: me acerqué a vos porque leo a Nietzche.
Yo le pregunté qué libro de él estaba leyendo y qué página.
Leo Ecce Homo, me dijo. Página ochenta y siete. Línea número veintitrés.
¿Qué te parece?, preguntó Juan Cruz al niño.
Éste lo miraba muy serio.
Estaban sentados en el cordón de la vereda, el uno junto al otro.
Le dije que me dedicaba al ocio y a la versificación, agregó Juan Cruz,
y ella rió como muchas muchachas ríen: con registro de fruta madura.
Luego de reír me dijo: creo que el ocio debe tener, como toda actividad,
un sentido, una identidad y una ética, sino resulta aburrido.
Le respondí que el sentido de mi disposición al ocio era,
en líneas generales, reflexionar sobre cómo resultarle por demás atractivo
a una muchacha lectora de Nietzche y con pinares en la vista.
Entonces nos fuimos a caminar.
Ella hablaba mucho, me decía que las flores se le extraviaban con cada grito,
con cada abstinencia, que el rictus del día le dictaba la melancolía.
En fin, esas cosas que Emma dice.
Pero yo no escuchaba todo lo que me decía.
Para serte sincero, estaba extraviado en sus ojos, cubierto por ellos,
como si una suma de follajes se me viniese encima.
Entonces entendí un poco más a Céline.
El chico lo miraba. Tendría unos siete años.
Me dijo que le tenía miedo al mediodía, agregó Juan Cruz.
Como ya nos acercábamos a ese momento del día,
le propuse que nos refugiáramos debajo del banco de una plaza.
Ella aceptó de muy buena gana. Así lo hicimos.
Yo le pregunté si en invierno los ojos se le ponían amarillos,
como pasa con las pasturas.
Estábamos un tanto incómodos debajo del banco
y ella me dijo que no sabía, pues en invierno no se miraba en los espejos,
ya que fue en esa estación del año la primera vez que leyó a Borges.
Con el tiempo descubrí que los ojos no se le tornan amarillos,
sino rojizos, como ocurre con las hojas de ciertos árboles.
Ella me miraba la boca.
Después nos fuimos por Corrientes
y entramos en cada librería de viejo para oler los libros amarillentos.
Le fascinan esos olores: cierto dulzor de maderas.
Andábamos ya de la mano, ya de las ilusiones
y la compasión y los días no sucesivos.
Yo le dije que su boca era lo que Bajtin llamaría un cronotopo,
una suerte de lugar en el tiempo y el espacio
donde principian a unirse todos los sentidos.
Un instante pleno del presente iluminado
en el que se perciben además los fogonazos del futuro.
El niño entonces le dijo de manera muy repentina:
"Por ahí todo eso lo soñaste".


Fue frotando la nariz por el abdomen de ella,
por entre sus pechos mas nunca por su abandono.
Una liturgia dérmica, un ritmo matriz,
una procesión consensuada con la furia
en su faceta más queda.
Aroma a incontención, a esgrima con la sangre y el temblor,
a ebullición, a racimo.
Una cosecha de vellos claros, un falso enigma púbico.
El sadismo púdico de entenderse con el gemido.


Bajo la nieve de mi propio alud,
me sumo al infierno.
Un cuerpo contra el otro
debe ser la única manera de llorar.
Reaccionar a la muerte
con la inclemencia de la piel,
en sintomático perjuro.
Son nuestras videncias
sobre el pasado.
Me gustaba mucho la tierra, siempre lo entreviste,
y arrancaba las flores del suelo o de tu cabello
para volverlas a plantar.


Un rumbo traslúcido y erguido de verticalidad nos moja.
Quizá he aprendido estos trazos en otros fríos, en otras humedades o aristas.
En esta hoguera de paraguas nos protegemos de su percusión líquida,
de su materia auspiciosa.
Desde unos charcos evitamos la confusión de tal llanto,
de tal herrumbre anegada.
Y en ese ahogo justifico un patrón que ya no se repite nunca,
que brota desde tus ojos como desde arriba.
Está nublado y con pericia la precipitación se orilla,
se conduele de mi inconsistencia seca.
Un océano fragmentario aguza verticalidad y escatima decencia.
Entonces cómo dibujar tu furia en una hoja seca,
cómo proteger tus pecados.
Cómo insinuar tus consecuencias sin recetar el silencio.
Perdidos entre las moralejas de la desesperación
nos desviamos de las formas de lo romántico para conflictuarnos en violencias de seda.
Como una llama de trigo en mi cama te siento dormida
y sin santiguarme te genero.
Cuando llegue la mañana voy a oler tus decisiones.
Cómo pretender deshacernos de cada invasión de lo infame,
cómo acariciarnos con hogueras, con las pulsaciones de turno, con las navajas del tacto.
Tus miedos pueden resumirse en el mediodía y la memoria.
Siempre te dormís con el vestido prendido fuego.
Yo me duermo en todas las cornisas.
Y la primavera es tan sólo un impulso, tan sólo tu oficio, tu consecuencia.


Hacían mucho el amor.
A veces se preguntaban si no sería demasiado.
Un exceso de aguaceros epidérmicos;
el hecho de arrastrar ellos mismos sus propios cadáveres
dotados eternidad y vida insistente.
No lo hacían callados.
Mientras tanto se susurraban poemas,
se replicaban esperanzas,
se describían gimiendo imágenes en blanco y negro
que se les iban presentando en el momento.
Se narraban recuerdos de infancia.
Cantaban a dúo melopeas improvisadas,
a veces dulces, a veces procaces.
En más de una oportunidad él tocó la guitarra mientra lo hacían.
En tanto ella se movía encima, él se aproximaba
lo máximo posible el instrumento al mentón,
apoyado en su pecho desnudo y cuello,
y repentizaba algunos arpegios desesperados o detonantes.
Así se anticipaba al escarmiento.


No puedo escribir más que sobre pájaros y tengo miedo, le dijo Emma;
pájaros que trinan el color carbonizado en mis ojos,
que solucionan la lluvia,
que desde los barrotes de sus plumas colonizan la periferia de todo impulso.
La masturbación está a mi alcance. Hay plumas debajo de la cama.
Tus embestidas en mi bajo vientre son terminales,
sus alas no nos perjudican.
No soy mala.
Pero hay aves que circuncidan cuanto escribo, que acreditan mi procedencia.
Ya no quiero escribir sobre pájaros.
Necesito incendiar cada nido, incendiar el daño que te causan mis poemas.
Arráncame la saliva.
Espeja mis desvíos.
Mi lengua también es un pájaro.
La rutina de tu semen.
¿Te acuerdas cuando pasamos tanto tiempo abrazados
que se nos acalambraron los hombros, que nuestro brazos temblaban?
Mi lengua al alcance de todos.
Mis gritos picotean tan sólo orificios.
Y siempre plumas; dentro de la heladera, en mi entrepierna,
en los pétalos de mi menstruación, en el origen.
Trepo por la lluvia y caligrafío un pico.
Un pleonasmo avícola.
Profano pájaros verbales.
Y siempre terminamos haciendo el amor,
como el pájaro que nos amputamos con nuestros propios dientes.


-Siempre se me olvidan los ojos dentro de tu sexo -dijo Juan Cruz
-Es que la noche siempre se extravía en la luz, en el origen -dijo Emma.
-Aunque la mayoría de las veces los ojos
se me olvidan dentro de tus palabras -dijo Juan Cruz.
-Es que la madrugada no siempre ignora o pervierte los símbolos -dijo Emma.
-Lo que se me olvida sobre tu piel es casi siempre la lengua -dijo Juan Cruz.
-Siempre te a gustado saborear el mar -dijo Emma.
-No, no dejes de abrazarme, hoy también tengo miedo -dijo Juan Cruz.
-Mis labios y yo te estamos cuidando, porque sabemos que la noche te hace frente.
-Me gusta que me arrulles. No te detengas -dijo Juan Cruz.
Emma terminó practicándole sexo oral,
porque eso era la respuesta a una pregunta
que invitaba al extravío y la pasión como argumento.


Ambos Llevaban una regadera grande en la mano
y caminaban presurosos por la calle.
De pronto Juan Cruz señaló un cantero con flores:
se acercaron a él corriendo y comenzaron a regarlo.
-Te dije -dijo Juan Cruz- que esta calle estaba repleta de canteros con flores.
Emma se rió y continuó echando agua sobre las flores de colores subidos.
La tarde estaba soleada y seria.
-Mirá -dijo ella-, allá enfrente hay otro cantero enorme.
Se aproximaron a éste y también lo regaron.
El breve caer del agua establecía un orden sucio de cristales,
donde cada transparencia indicaba el rumor de una rasgadura húmeda.
Cómo disfrutaban de peregrinar regando flores,
de asomarse al precipicio de la tarde y reírse de lo que pensaban del otro.
-Nos estamos quedando sin agua -dijo Juan Cruz.
-Vamos a tener que economizar, quedan muchas macetas por delante, en las ventanas.
Regaban con cierta desesperación y cierta dulzura.
Se concentraban en la tarea, la efectuaban con la mayor prolijidad.
Iban de cantero en cantero, oliendo la tierra mojada,
manipulando las regaderas con generosidad y sudor.
Eran libres.


Los ramajes del iris de tus ojos
convocaron pájaros de alcohol,
pero antes tus párpados se habían cerrado
para anochecer el anidaje de ese llamado.
Te gustaba andar justamente con los ojos cerrados
para no saber nunca dónde estabas,
para no saber qué niña -de las que fuiste-
te pedía auxilio con mayor suficiencia.
Sólo por la insistencia del aguacero
se manifiesta el cielo nuboso;
tus ojos náuticos se maridan
con la ebullición de una lágrima.
Tenés que saber que nada, ni siquierea la marea,
tiene la boca tan húmeda.
Yo necesito transitar más días que no hayan sucedido
para poder estar a salvo.
En la altura uno puede mirar hacia lo abierto de arriba,
hacia lo abierto de abajo,
hacia lo abierto del interior de uno mismo.
Debajo de tus párpados un sistema ornitológico
abreva en la claridad.
Tactos que nombran la mañana.
Hogueras que traducen el derrumbe.
Tantos días que no comienzan.
La Osa Mayor de los lunares de tu espalda.
Mis propias cenizas renacen de mí.


Tus dedos son los pétalos de mi cuerpo.
Tu lengua su tallo.
Tus miradas son sus hojas volátiles y transigentes.
Todo ello se explica en el desorden.
Y a pesar de que tu sombra está hecha de gorriones,
defenderé tus sílabas hasta el ocaso.
A la manera de las orillas,
radicaré en la noche una vecindad con la impureza.
En el aullido de las nubes
nos perseguiremos sin cuchillos, sin naturaleza.
Siembro en tu vientre una hoguera y en tu agonía una pausa.
Tu piel nieva un pétalo en su aliento,
en tu cintura la brevedad se implica.


A poco tiempo de que ya no estás, Emma,
he pintado un gran bigote sobre la foto que está en tu lápida,
esa foto que tanto te gustaba,
donde te veías un poco seria pero concluyente a la manera de Gaughin.
Ignoro por qué lo hice, cuales fueron mis nubladas motivaciones,
y sé que siempre lo ignoraré,
pues así lo prefiero.

12 comentarios:

  1. Este lugar es ideal para venir a habitarlo por largo tiempo.

    Un abrazo y te felicito por escribir así.

    Andri

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  2. Extraordinario poema!

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  3. Excelente, qué más se puede decir.. Que placer leerlo, amigo. Que placer.

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  4. Es muy bello, pero se aprecia más como un relato literario que como un poema.

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  5. Este sí es un gran poema.


    Tus dedos son los pétalos de mi cuerpo.
    Tu lengua su tallo.
    Tus miradas son sus hojas volátiles y transigentes.
    Todo ello se explica en el desorden.
    Y a pesar de que tu sombra está hecha de gorriones,
    defenderé tus sílabas hasta el ocaso.
    A la manera de las orillas,
    radicaré en la noche una vecindad con la impureza.
    En el aullido de las nubes
    nos perseguiremos sin cuchillos, sin naturaleza.
    Siembro en tu vientre una hoguera y en tu agonía una pausa.
    Tu piel nieva un pétalo en su aliento,
    en tu cintura la brevedad se implica.

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    1. Sí, podría actuar también como una prosa poética. Muchas gracias.

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